El primer escalofrío le sorprendió tumbado en su cama. El cómitre, un corpulento negro de dos metros de altura con la cabeza rapada, nunca había estado enfermo así que relacionó los vómitos y el profuso sudor con comida en mal estado. Conforme pasaron los días su pérdida de peso se hizo notoria. Los brazos, antes hercúleos se habían convertido en hilos minúsculos que tan apenas podían sostener la cuchara al comer. Su pecho, antaño marmóreo y marcado, se arrugó como el resto de su cuerpo a las pocas semanas. La tos, seca y frecuente, tan apenas permitía que se le entendiera una palabra y, cuando intentaba forzar la voz, la disnea le abatía en pocos minutos, teniendo entonces que respirar fuerte y pausadamente unas cuantas veces para recuperar el aliento.
Cuando le enterramos a Obmur llegó una orda de marineros, vigías, contramaestres, capitanes, bucaneros, tripulaciones enteras como antes no se había visto desde los siete mares. Los cómitres se podían contar por decenas de miles, todos con sus tambores atados a la cintura atestando las calles, las plazas, hasta el último rincón de la ciudad. El estruendo reverberó en Obmur durante tres días y tres noches. En las conversaciones de los marineros, en las tabernas del puerto, todavía se recuerda al corpulento cómitre negro, - Siempre marcaba un ritmo lento.-, se les oye decir a los remeros que bogaron bajo sus ordenes.
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