Desde los pináculos de los rascacielos de Obmur se ven llegar los barcos cargados con las mercancías de ultramar. Fardos de azafrán, chocolate y hojas de tabaco atestan las bodegas de los buques que volverán a zarpar dentro de dos lunas con la estiba repleta de dátiles, muérdago y licor de avellana.
En el arrabal, los niños juegan incansablemente hasta que el anochecer les priva de la luz. Las puertas se cierran y el sonido de los cerrojos reberbera en la ciudad. Las calles se convierten entonces en un muladar de hombres y mujeres a la deriva. Buscan sueños extraviados hace mil años en los lupanares, en los fumaderos, en las barras de las hosterías, en los oscuros callejones, pero su destino se arrastra desde el ocaso hasta que el alba llega, porque perdieron la posibilidad de renacer de sus cenizas la noche que desembarcaron en Obmur. La ciudad que roba el pasado. Solo de vez en cuando, uno de ellos logra escapar de su telaraña y parte rumbo a otra ciudad: a la Obmur diurna.
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